Voces en las sombras: historias de un escuchante
Hoy volví a escucharla, me senté nuevamente con mi impecable bata blanca que dejaba vislumbrar la camisa de seda que mi mujer busco para mí y acaricie sin darme apenas cuenta la tapa de la grabadora, ella estaba allí inmóvil con esa sonrisa de niña valiente que ha conseguido trepar por el árbol de magnolias blancas hasta alcanzar la cima, ella no miraba la expresión reposada que había ensayado tantas veces frente al espejo, ella no miraba nunca a los ojos, miraba como detrás de uno, como si hablase con un tercero que no existía para mí en la habitación.
Aun la recuerdo, sentada con las piernas cruzadas sobre la pequeña cama de su celda de aislamiento, recubierta de paredes encolchadas, aun aprecio esa mirada al vacio cuando pienso en ella.
Pero hoy estaba en mi consulta, ya había dejado atrás los tratamientos y reposaba sentada en el sillón, separados por una mesa de caoba impecable llena de objetos que magnificaban el esplendor de mi trabajo, su mirada recorriendo cada uno de ellos sin ningún gesto, me hizo recordar su mirada cuando conseguíamos sacarla al jardín del pabellón y veía una amapola, era admiración, ahora miraba los marcos de plata, las estilográficas de diseño o el pisapapeles traído de Milan como quien mira una piedra sin formas y agrietada, ¿que había ocurrido con su mirada?.
Hablamos de las voces, de los intrusos que husmeaban su cuerpo en búsqueda de secretos ocultos, ella seguía mirando detrás de mi, y recordaba, recordaba despacio las manos y los pies de todos aquellos hombres y mujeres que mientras le susurraban al oído palabras bellas, despojaban sin pudor los jirones de piel que arrancaban, tardo mucho tiempo en descubrir como cada uno de ellos engullia la más fina de las pieles que ningún ser humano pueda construir, pero despacio y durante cuarenta años lo fueron consiguiendo, hablaba de susurros en su cabeza, de dolor entre sus muslos, de orgasmos contenidos en su mente, de miedos y terrores, hablaba sin mirar porque no me hablaba, sencillamente hablaba, y en ese hablar dejo de emitir.
Sonreí tras una hora de conversación y le dije que parecía que el tratamiento estaba siendo efectivo, que las voces ya no estaban y los efectos secundarios de los neurolépticos no eran muy pronunciados, que todo parecía estar en su sitio y que podría empezar a llevar una vida normal.
Ella me miro por primera vez, no sonrió, su dura expresión me produjo un quiebro en el corazón, su voz clara lleno mi consulta mientras decía:
- Ellos no hablan porque se han ido, engulleron toda la piel, ¿como pretende que lleve una vida normal una mujer sin piel?.
Entonces descubrí que había matado a la niña que trepaba por el árbol de magnolias.
Hoy volví a escucharla, me senté nuevamente con mi impecable bata blanca que dejaba vislumbrar la camisa de seda que mi mujer busco para mí y acaricie sin darme apenas cuenta la tapa de la grabadora, ella estaba allí inmóvil con esa sonrisa de niña valiente que ha conseguido trepar por el árbol de magnolias blancas hasta alcanzar la cima, ella no miraba la expresión reposada que había ensayado tantas veces frente al espejo, ella no miraba nunca a los ojos, miraba como detrás de uno, como si hablase con un tercero que no existía para mí en la habitación.
Aun la recuerdo, sentada con las piernas cruzadas sobre la pequeña cama de su celda de aislamiento, recubierta de paredes encolchadas, aun aprecio esa mirada al vacio cuando pienso en ella.
Pero hoy estaba en mi consulta, ya había dejado atrás los tratamientos y reposaba sentada en el sillón, separados por una mesa de caoba impecable llena de objetos que magnificaban el esplendor de mi trabajo, su mirada recorriendo cada uno de ellos sin ningún gesto, me hizo recordar su mirada cuando conseguíamos sacarla al jardín del pabellón y veía una amapola, era admiración, ahora miraba los marcos de plata, las estilográficas de diseño o el pisapapeles traído de Milan como quien mira una piedra sin formas y agrietada, ¿que había ocurrido con su mirada?.
Hablamos de las voces, de los intrusos que husmeaban su cuerpo en búsqueda de secretos ocultos, ella seguía mirando detrás de mi, y recordaba, recordaba despacio las manos y los pies de todos aquellos hombres y mujeres que mientras le susurraban al oído palabras bellas, despojaban sin pudor los jirones de piel que arrancaban, tardo mucho tiempo en descubrir como cada uno de ellos engullia la más fina de las pieles que ningún ser humano pueda construir, pero despacio y durante cuarenta años lo fueron consiguiendo, hablaba de susurros en su cabeza, de dolor entre sus muslos, de orgasmos contenidos en su mente, de miedos y terrores, hablaba sin mirar porque no me hablaba, sencillamente hablaba, y en ese hablar dejo de emitir.
Sonreí tras una hora de conversación y le dije que parecía que el tratamiento estaba siendo efectivo, que las voces ya no estaban y los efectos secundarios de los neurolépticos no eran muy pronunciados, que todo parecía estar en su sitio y que podría empezar a llevar una vida normal.
Ella me miro por primera vez, no sonrió, su dura expresión me produjo un quiebro en el corazón, su voz clara lleno mi consulta mientras decía:
- Ellos no hablan porque se han ido, engulleron toda la piel, ¿como pretende que lleve una vida normal una mujer sin piel?.
Entonces descubrí que había matado a la niña que trepaba por el árbol de magnolias.